jueves, septiembre 20, 2012

La pequeña existencia.


La pequeña existencia.



            Estaba por acabarse la tarde. Las veredas sucias, los aires densos por el calor, los perros aturdidos en el suelo de la calle, uno que otro automóvil pasando desinteresado por aquella esquina. Nadie que presenciara ese momento, por que ese momento no existió para nadie más que para los objetos. La amargura de la nicotina se escabullía por la punta de mi lengua y tenía ya los pulmones cansado de tanto fumar. A lo lejos sentía ese momento que tampoco presencié. Al costado mío, sobre la cama, un plato blanco con restos de pan y la luz cada vez más escasa se escabullía egoístamente por la rendija de la ventana. Nada sería lo mismo desde entonces. Nada sería contado dos veces.

            Temprano esa mañana uno que otro tipo vagaba por aquella esquina,  eso sí lo vi. Ninguno llamaba especialmente la atención, pero una que otra mirada callejera los hacía sentir acompañados en la soledad. “Estoy entre seres humanos” debieron pensar. A uno de ellos se le cayó un billete al suelo sin darse cuenta, el de atrás lo recogió. Ninguno parecía particularmente serio ni tampoco libertino. Hombres como todos. Pero el de atrás lo recogió y se lo guardó para sí mismo, no dijo nada. El que venía atrás del segundo hizo un gesto de desaprobación. Siguió caminando sin hacer nada y en la esquina siguiente lo atropelló un automóvil. Los perros ladraron. Su cuerpo voló por los aires y cayó gravemente sobre el pavimento. Comenzaba a hacer calor. A la media hora después su sangre yacía seca sobre la inmunda acera. Obviamente murió, pero fue el hombre al que se le cayó el billete al suelo quien llamó la ambulancia. Una hora más tarde parecía como si nada hubiese ocurrido en ese lugar.

            A la hora de almuerzo la calle se llenó de oficinistas, mujeres con minifalda de aspecto ejecutivo, madres, abuelas, jóvenes, animales, gatos, autobuses, gaviotas. Todo parecía una ciudad común y corriente. Yo en mi ventana presenciaba el día. El trozo de pan se estaba pudriendo, pude percatarme. Gente fumando, colectivos, escolares, todos caminando sobre esa existencia, ese momentito de nada. Si ocurrió mucho o poco no sabría decir. Era de esos momentos en que la vida parece desaparecer ante la rutina y escabullirse entre un tiempo que no vale nada por que es transitorio. Supongo que había gente con hambre, gente satisfecha por haber comido tanto en algún restaurant, gente que pensaba lo del día anterior y otra lo del día siguiente, no sé. Se sentía amarga la existencia en ese pequeño momento. Nada interesaba, nada parecía resaltar ni asombrar. Las pisadas borraron de a poco la sangre del tipo del atropello y al cabo de un rato ya se confundía con la mugre habitual de la vereda. “Quizá lo están velando” pensé. De a poco volvió todo a la normalidad.

            Ya en la tarde comenzó lo extraño. A esa hora donde todo el mundo desapareció y la calle volvió a existir sola, a descansar sus veredas de tantas pisoteadas, de tanto taco, de tanto zapato con mierda de perro, de tanto chicle, de tanta colilla de cigarro. Comenzó a atardecer, el cielo se ponía naranja y violeta. Desde el cielo bajó una pequeña luz, ínfima, que se posó humildemente en el escalón de la vereda. Se quedó quieta, tímida. Su esencia no titilaba, su luminiscencia tampoco. Se quedó quieta, tranquila e impaciente. Una frágil ráfaga de viento la movió un poco de su ubicación ya que su contextura de algodón la hacía aún más vulnerable y débil, pero logró estabilizarse. De haber estado alguien presente tampoco la habría visto. Parecía el brillo de un pequeño fragmento de vidrio. Repentinamente la vida parecía triste y acabada, vaga, vacía, absorta en la rutina, devorada por momentos predecibles, limitada por lo conocido, masticada por los rasgos de su sola existencia. Comenzó, de pronto, a sentir lástima por sí misma. No había nadie quien la recibiera en dicho lugar ni en ningún otro. Comenzó a llorar, y lo hizo como nunca antes lo había hecho. Lloraba por todo. Lloraba por lo que no podía ser, por lo que era y por lo que sería. Comenzaba a apagarse y junto a ella la luz de la tarde. La llegada de la noche se llevaba también los momentos del día y lo poco y nada que la eternidad les entregaba. La pequeña luz se deshizo en disculpas ante la vida por lo agotada que había sido su paso en esta tierra como un ser humano. Le pedía disculpas por haber decidido pasar por aquella calle esa mañana. Le pedía disculpas por no mirar a ambos lados de la vereda antes de cruzar. Le pedía disculpas por haberse convertido en algo tan pequeño. Le pedía disculpas por haber sido un hombre egoísta, por cada discusión que tuvo pensado en que tenía la razón, por cada momento en el que pudo haber sido más feliz, por ser celoso, por los hijos que no alcanzó a tener, por los besos que no dio y por los que no dio con suficientes ganas, por no quererse, por no querer ni amar más, por ser prejuicioso, por ponerse violento en situaciones de poco valor, por no entender al resto, por no querer hacerlo también, y la noche llegaba mortífera. Lamentablemente es inevitable que el día de mañana amanezca.