La pequeña existencia.
La
pequeña existencia.
Estaba
por acabarse la tarde. Las veredas sucias, los aires densos por el calor, los
perros aturdidos en el suelo de la calle, uno que otro automóvil pasando
desinteresado por aquella esquina. Nadie que presenciara ese momento, por que
ese momento no existió para nadie más que para los objetos. La amargura de la
nicotina se escabullía por la punta de mi lengua y tenía ya los pulmones
cansado de tanto fumar. A lo lejos sentía ese momento que tampoco presencié. Al
costado mío, sobre la cama, un plato blanco con restos de pan y la luz cada vez
más escasa se escabullía egoístamente por la rendija de la ventana. Nada sería
lo mismo desde entonces. Nada sería contado dos veces.
Temprano
esa mañana uno que otro tipo vagaba por aquella esquina, eso sí lo vi. Ninguno llamaba especialmente
la atención, pero una que otra mirada callejera los hacía sentir acompañados en
la soledad. “Estoy entre seres humanos” debieron pensar. A uno de ellos se le
cayó un billete al suelo sin darse cuenta, el de atrás lo recogió. Ninguno
parecía particularmente serio ni tampoco libertino. Hombres como todos. Pero el
de atrás lo recogió y se lo guardó para sí mismo, no dijo nada. El que venía
atrás del segundo hizo un gesto de desaprobación. Siguió caminando sin hacer
nada y en la esquina siguiente lo atropelló un automóvil. Los perros ladraron.
Su cuerpo voló por los aires y cayó gravemente sobre el pavimento. Comenzaba a
hacer calor. A la media hora después su sangre yacía seca sobre la inmunda
acera. Obviamente murió, pero fue el hombre al que se le cayó el billete al
suelo quien llamó la ambulancia. Una hora más tarde parecía como si nada
hubiese ocurrido en ese lugar.
A
la hora de almuerzo la calle se llenó de oficinistas, mujeres con minifalda de
aspecto ejecutivo, madres, abuelas, jóvenes, animales, gatos, autobuses,
gaviotas. Todo parecía una ciudad común y corriente. Yo en mi ventana
presenciaba el día. El trozo de pan se estaba pudriendo, pude percatarme. Gente
fumando, colectivos, escolares, todos caminando sobre esa existencia, ese
momentito de nada. Si ocurrió mucho o poco no sabría decir. Era de esos
momentos en que la vida parece desaparecer ante la rutina y escabullirse entre
un tiempo que no vale nada por que es transitorio. Supongo que había gente con
hambre, gente satisfecha por haber comido tanto en algún restaurant, gente que
pensaba lo del día anterior y otra lo del día siguiente, no sé. Se sentía
amarga la existencia en ese pequeño momento. Nada interesaba, nada parecía
resaltar ni asombrar. Las pisadas borraron de a poco la sangre del tipo del
atropello y al cabo de un rato ya se confundía con la mugre habitual de la
vereda. “Quizá lo están velando” pensé. De a poco volvió todo a la normalidad.
Ya
en la tarde comenzó lo extraño. A esa hora donde todo el mundo desapareció y la
calle volvió a existir sola, a descansar sus veredas de tantas pisoteadas, de
tanto taco, de tanto zapato con mierda de perro, de tanto chicle, de tanta
colilla de cigarro. Comenzó a atardecer, el cielo se ponía naranja y violeta.
Desde el cielo bajó una pequeña luz, ínfima, que se posó humildemente en el
escalón de la vereda. Se quedó quieta, tímida. Su esencia no titilaba, su
luminiscencia tampoco. Se quedó quieta, tranquila e impaciente. Una frágil
ráfaga de viento la movió un poco de su ubicación ya que su contextura de
algodón la hacía aún más vulnerable y débil, pero logró estabilizarse. De haber
estado alguien presente tampoco la habría visto. Parecía el brillo de un
pequeño fragmento de vidrio. Repentinamente la vida parecía triste y acabada,
vaga, vacía, absorta en la rutina, devorada por momentos predecibles, limitada
por lo conocido, masticada por los rasgos de su sola existencia. Comenzó, de
pronto, a sentir lástima por sí misma. No había nadie quien la recibiera en
dicho lugar ni en ningún otro. Comenzó a llorar, y lo hizo como nunca antes lo
había hecho. Lloraba por todo. Lloraba por lo que no podía ser, por lo que era
y por lo que sería. Comenzaba a apagarse y junto a ella la luz de la tarde. La
llegada de la noche se llevaba también los momentos del día y lo poco y nada
que la eternidad les entregaba. La pequeña luz se deshizo en disculpas ante la
vida por lo agotada que había sido su paso en esta tierra como un ser humano.
Le pedía disculpas por haber decidido pasar por aquella calle esa mañana. Le
pedía disculpas por no mirar a ambos lados de la vereda antes de cruzar. Le
pedía disculpas por haberse convertido en algo tan pequeño. Le pedía disculpas
por haber sido un hombre egoísta, por cada discusión que tuvo pensado en que
tenía la razón, por cada momento en el que pudo haber sido más feliz, por ser
celoso, por los hijos que no alcanzó a tener, por los besos que no dio y por los
que no dio con suficientes ganas, por no quererse, por no querer ni amar más,
por ser prejuicioso, por ponerse violento en situaciones de poco valor, por no
entender al resto, por no querer hacerlo también, y la noche llegaba mortífera.
Lamentablemente es inevitable que el día de mañana amanezca.


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